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Categoría: Caminando en la fe

Tras un divorcio hay muchas heridas emocionales, pero la Iglesia no es la culpable del fracaso matrimonial

En la celebración del Sacramento del Matrimonio, el sacerdote pregunta a cada uno de los contrayentes si se encuentran allí libremente, luego de esto él deja claro que “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”. Todo esto acompañado del libre asentimiento de los cónyuges y ante la presencia de los testigos.

Es importante señalar que tras un divorcio hay heridas emocionales, hay un fracaso y sobre todo la ruptura de una promesa que, teniendo las causas que tengan, se asumió ante Dios sería para toda la vida.

Pero la Iglesia no es culpable de que un matrimonio fracase, ya que ella siempre ha dejado claras y abiertas al público las reglas, requisitos y responsabilidades asociadas a este sacramento. En este contrato no hay letras pequeñas, no se imponen parejas (como en otros credos), sino que la conciencia de los novios conoce lo que trae consigo asumir la vocación de la vida matrimonial, o por lo menos eso se espera.

A pesar de ello, la Iglesia no es ajena a la realidad creciente de que muchos matrimonios en todo el mundo están fracasando y, por otro lado, muchos ya no quieren ni siquiera casarse y optan por una vida de concubinato llegando a lo sumo a la unión civil. Esto ha hecho que muchos laicos y consagrados, buscando una mayor aceptación de la Iglesia ante estos grupos, se encuentren aspirando a que las normas con respecto a los divorciados vueltos a casar sean modificadas y se les permita comulgar, entre otras cosas. De hecho, llama la atención como muchos claman el derecho a comulgar y poquísimos el derecho a confesarse.

Sin embargo, cambiar esta norma implica borrar del Canon, del Catecismo y del Evangelio (por citar tres fuentes) los argumentos que sustentan este mandato. El canon establece que:

«No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (Canon 9,15)

Por su parte el Catecismo señala:

“El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua”. (Catecismo 2382)

Y finalmente, el mismo Cristo nos dice en el Evangelio:

“Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la que está divorciada del marido, comete adulterio” (Lucas 16,18)

Partiendo de lo anterior para la comprensión de la doctrina que sostiene nuestra Iglesia, expongo cinco actitudes que pueden ayudar a los que viven esta condición:

Primera actitud: La Iglesia es tu amiga

Todos los ataques que leo en torno a la doctrina de los divorciados son dirigidos a la Iglesia. Se piensa que la Iglesia es la culpable de que muchas personas “buenas” que tienen el “derecho” a rehacer sus vidas tras un fracaso matrimonial se alejen de la fe por la dolorosa prohibición de alejarlos de la comunión. Esta es una actitud dañina que además dificulta superar la condición o corregirla, siendo que la Iglesia ofrece las vías para lograrlo. Por ejemplo: ¿Sabías que tu primer matrimonio puede ser declarado nulo por la Iglesia ante un tribunal eclesiástico? La Iglesia no divorcia y jamás lo hará, pero sí puede estudiar, mediante un minucioso y exhaustivo análisis, las causas que les llevaron a unirse sacramentalmente y si dentro de esas causas se encuentra evidencia de vicio, inmadurez o coacción, entre otros elementos, tu matrimonio primario ya no existiría, de origen, y quedarías nuevamente habilitado para contraer matrimonio sacramental.

Acércate a la Iglesia, participa de la Misa, educa a tus hijos (si los hay) en la fe, lee la Palabra de Dios, participa en actividades evangelizadoras, hay muchas otras actividades en las cuales puedes participar y permanecer activo y contribuir al crecimiento del Reino de Dios. Te aseguro que a través de esta participación Dios irá tocando cada vez más tu >corazón y te llevará a comprender mejor muchas cosas que hoy no compartes o que te generan dudas.

Segunda actitud: La rebeldía es mala consejera

Hay personas que dicen: “Yo sí comulgo porque Dios me ama y a mí nadie me va a prohibir comulgar”. Es verdad que Dios nos ama y nada puede hacer que ese amor sea mayor o menor. Pero el amor no es sinónimo de abusos o consentimiento de males, porque Dios corrige a los que ama (Hebreos 12,6).

Dios nos habla principalmente a través de la Iglesia y jamás nos dará un mensaje en privado que afecte lo que ha dejado público y que depositó en el arca de la verdad, que es la Iglesia. Acá debemos reconocer con humildad que somos pecadores, no solo por esta condición en particular, sino por los múltiples pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión que cometemos .

Evitemos caer en una fe basada en nuestras propias creencias, viciadas por las experiencias de mundo y por una falsa condolencia o empatía con el que sufre, porque primero que nuestro sufrimiento, estuvo el de Cristo que se hizo hombre para que escucháramos su voz, porque “todo el que es de la verdad escucha su voz”. (Juan 18,37).

Tercera actitud: El pecado tiene que doler

Es peligroso acostumbrarnos a vivir con un pecado donde inclusive nos podamos llegar a sentir cómodos con él. Al igual que el que practica la idolatría, la mentira, la infidelidad, el asesinato, la envidia, etc. en los divorciados vueltos a casar debe haber una petición diaria a Dios para que les ayude a regularizar su condición irregular. El reconocimiento de la culpa hace grande al hombre, un ejemplo de esto lo encontramos en David quien humildemente aceptó su pecado y lo expresa en el Salmo 51(50):

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, Y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos”

También lo vemos en las lágrimas “amargas” que brotaron de Pedro de cuando tuvo conciencia del pecado tan cruel de negar a Jesús tres veces.

Cuarta actitud: Evitar los reforzadores negativos

Rodearse de personas que apoyan a los que viven en esta condición, que comparten la misma situación y que por ende les llevan a concluir que “no hay nada malo en vivir así” es un pecado de pereza espiritual y de soberbia intelectual. Porque la santidad, a la que debemos aspirar todos, es un tema de perfección que se construye con la gracia de Dios y sobre la base de sacrificios, de conversión y de coherencia. La sangre de los mártires nos muestra el sacrificio que ha sostenido estas verdades por siglos. Por otra parte no hay conversión sin ruptura y esa ruptura parte del hecho de dejar de vivir para el mundo o para nuestras complacencias viviendo para Cristo y su Reino y, finalmente, la coherencia, que le ha permitido a la Iglesia sostenerse en el tiempo basado en una verdad que no cambia y que es eterna.

Quinta actitud: El deseo de superar el pecado

Si comprendemos que la condición irregular es un pecado que nos aleja de la gracia, no del amor de Dios, y deseamos amar a Jesús con “todo el corazón, con toda el alma y con toda nuestras fuerzas” (Deuteronomio 6,5) debemos partir del hecho de que somos nosotros los que debemos empezar a caminar de regreso a la casa de Dios, no pedirle a Dios que se venga a nuestra condición. Ese razonamiento lo vivió en carne propia el hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que debió caminar de regreso a la casa de su Padre, pasar penurias, perderlo todo y al final se consiguió a un hombre mayor que le recibe con los brazos abiertos y le abraza, como desea abrazarte Dios a ti y a mí, por toda la eternidad.

Solo concluiría diciéndote: “Haz la prueba y verás que bueno es el Señor” (Salmo 33), porque la peor diligencia en torno a la gracia es la que no se hace. La Iglesia no cambiará por ti o por mí para adaptarse a nuestras culpas y pecados, porque ya hubo uno que sacrificó todo por ella y que “nos amó hasta el extremo”, Jesús nuestro Señor. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

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Luis Tarrazzi, PildorasdeFe.net

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